jueves, 20 de enero de 2011

Dos horas y media en la sala de espera

No sé cuántos éramos, quizá quince, esperando turno para la oculista. Ya habían pasado cuarenta minutos y la eminente doctora no se había aparecido todavía. Al lado mío había un hombre con su hija de once años apoyándole la cabecita contra el hombro. La niña tenía el pelo negro hasta la cintura recogido en una cola de caballo baja. Llevaba una remera de Nacional y unos championes de resortes. Tuve que mirarla dos veces para identificar su sexo, sin saber si era una pequeña marimacho o un niño cumbiero.
A mi derecha había tres viejas. La que estaba justo al lado mío hacía sus mayores esfuerzos por integrarse a las otras dos, con comentarios del estilo “parece que vamos a tener que dormir la siesta acá” o “pongase el saquito sobre los pies que se va a enfriar”(porque una de ellas tenía suecos). Pero en un momento que se vio marginada, extrajo un librillo de su cartera y se lo puso a leer. Miré de reojo la tapa Las recetas de la hermana Bernarda.
Había en la otra punta de la sala, una bebe cuyos llantos comenzaban a irritarnos a todos. Lloraba, gritaba, y la madre, una mujer más flaquita que la bebe rozagante, intentaba callarla consciente de la creciente tensión común. Cerré los ojos y me imaginé saltando de mi asiento y echándome sobre la nena desquiciante, estrangulándole el cuello y levantándola en el aire sin dejarle aliento. ¡¡¡CALLATE UN RATITO!!!. Me hizo acordar a mi perra Perry, que en sus picos de histeria me inspira la misma violencia. Imaginé a todas las viejas gritando desesperadas ante semejante psicópata y sonreí satisfecha. Pero imaginé también al morocho robusto que esperaba contra la puerta, golpeándome a puño cerrado en la cara para que soltara a la niña. Entonces decidí que prefería los gritos.

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